LECTURAS
- Números 6, 22-27
- Salmo responsorial 66, 2-3.5.6.8
- Gálatas 4,4-7
- Lucas 2,16-21
- Números 6, 22-27
- Salmo responsorial 66, 2-3.5.6.8
- Gálatas 4,4-7
- Lucas 2,16-21
En domingos anteriores se destacó la figura de Juan Bautista. Hoy entra en escena José, el esposo de María y padre legal de Jesús. El evangelio de hoy nos presenta el “adviento” peculiar y bastante ajetreado que le tocó vivir a José.
Como relata el evangelio, José ya estaba comprometido oficialmente con María, lo que era parte del rito antes de vivir juntos. José, seguro que esperaba con gran ilusión dar entrada a María en su casa y vivir felizmente juntos como esposos. Pero un buen día se encuentra con la sorpresa del estado de María, que espera un hijo. José no entiende nada. Pero José tiene dos cosas claras: que la criatura que María lleva en su vientre no es cosa suya; y que la mirada de María es limpia. Pero la evidencia, el embarazo, choca con la inocencia de María.
El evangelio señala
que José era un hombre “justo”. En la Biblia, se llama “justo” al que cumple la
voluntad de Dios. Por eso precisamente, José no se queda con una primera
impresión, sino que trata de tomar una resolución.
José intuye que hay un misterio detrás de aquella situación enigmática, y considera a María y a la criatura en gestación como un misterio del cual no se siente llamado a participar, de ahí, que decida apartarse, y por ello “repudiar a María en secreto”. Esta es la decisión que le parece más justa.
De san José
aprendemos a no buscar el interés personal a toda costa, visto desde nuestras
emociones, pues éstas son pasajeras y pueden ser una trampa al hacernos parecer
que todo lo tenemos claro, cuando no es así.
El discernimiento
que hace José nos enseña que la voluntad de Dios es siempre buena para mí y
para los que me rodean. Que distintas serían las relaciones familiares, la de los
esposos y la de éstos con los hijos, si se supiera discernir.
En el caso de
José, después de un tiempo de tensión y sufrimiento, llega a ver luz, y descubre su particular vocación, por la cual acepta
una misión que no estaba entre sus
planes iniciales: acoger a María
como esposa y al niño que va a nacer como hijo, ejerciendo de buen esposo y de
bue padre: custodio de la madre y del hijo, darle el nombre a éste y ejercer de
padre legal, introduciéndolo así en la descendencia de David, como anunciaron los profetas.
Dios le complicó
la vida a José, pero lo hizo más grande de lo que él había sospechado. También
a nosotros, a veces, Dios nos complica la vida, cuando nos llama a una misión
más valiosa que, de aceptarla, nos hará bien a nosotros y a los que nos rodean.
LECTIO DIVINA DESDE LA PARROQUA DE SAN ISIDRO DE ALMANSA
Juan
Bautista grita diciendo: “Convertíos porque está cerca el Reino de los cielos”.
La palabra “conversión” (“metanoia”) significa “cambio de mentalidad”; en lenguaje
bíblico es cambiar de rumbo en la vida. La conversión es llamada a una renovación
profunda de nuestra vida: de nuestras actitudes,
comportamientos, manera de vivir nuestras relaciones. Pero para rectificar es
preciso descubrir y reconocer que me he equivocado. Y tras hacer un
discernimiento descubriendo qué es lo mejor para mí, actuar en consecuencia.
Esto es la conversión.
Y la razón de esta llamada a la conversión es “porque está cerca el Reino de los cielos”, que es la persona de Jesús, Dios hecho hombre, nacido en Belén.
Con Jesús ha aparecido el Reino de Dios, pero el mundo lo ignoramos; seguimos sumergidos en nuestras contradicciones, liquidando la justicia, la paz, sembrando la muerte y destrucción de las personas y también de la “casa común” como es la naturaleza. Y por ello, la insistencia e invitación de Juan: “Preparad el camino al Señor, allanad sus senderos”, palabras que escuchadas en este tiempo de Adviento es como si nos dijera: Mirad que el Señor viene de nuevo, y necesitamos abandonar los caminos ambiguos, quitar los obstáculos que impiden la llegada de Dios a nuestra vida y sociedad, que no bloqueemos las puertas de nuestro corazón.
Al decirnos
el evangelio cómo vestía y qué comía Juan nos está diciendo que también nosotros podemos prescindir de
muchas cosas superfluas que nos ofrece de manera desmedida la sociedad de
consumo, y busquemos lo único necesario para vivir.
Juan
dirigiéndose a los fariseos y saduceos (representantes del poder político y
religioso), les llama “camada de víboras”, es decir, agentes de muerte. ¿Qué
nos diría hoy Juan Bautista a cada uno de nosotros?
Y refiriéndose a Jesús, dice unas palabras preciosas: “Yo bautizo en agua (como si dijera que eso no basta), …pero el que viene detrás de mí, puede más que yo…Él os bautizará con Espíritu Santo y fuego”. Es decir, él traerá la fuerza de la Vida y el Amor... Él es el Mesías que viene a salvar a todos los pueblos y a todos aquellos que se abren a su presencia.
Lo
importante en Adviento es centrarnos en el mensaje de Jesús y tratar de vivirlo
como él lo vivió y propuso. La Palabra
de Dios que iremos escuchando nos ayuda a intentar vivir según el espíritu de
Jesús. Así, por ejemplo, san Pablo nos dice que “va siendo hora de
espabilarse”, y esto mismo nos dice Jesús al final del evangelio.
La advertencia de san Pablo a los romanos (2ª lectura) es las misma que podría hacernos hoy a nosotros: “nada de comilonas y borracheras, nada de riñas y pendencias”, dice el apóstol. Si miramos nuestra vida personal y social vemos que buscamos y nos quedamos en lo inmediato, mirando la propia comodidad centrados en nosotros mismos, llenando nuestra vida de lo placentero, siguiendo las pautas de la moda y publicidad que nos arrastra a todos casi de manera inconsciente. A este modo de ser y actuar la SE llama “estar dormidos”.
Si nos tenemos por cristianos, el Adviento es ocasión para preguntarnos: ¿Quién es Jesús para mí? ¿Qué importancia tiene en mi vida? ¿Por qué es importante Jesucristo? Él mismo dijo: “Quien me ha visto a mí, ha visto al Padre”. Y también: “Yo soy el camino, la verdad y la vida. Nadie va al Padre sino por mí”. Es decir, Jesús es “Dios con nosotros”, que se ha hecho nuestro hermano al hacerse hombre, y nos acompaña en nuestro caminar terreno señalándonos la meta de nuestra vida, que es Dios.
El
mensaje de Jesús, no es para amargarnos
la vida, sino que nos previene contra el mal, nos libera de los falsos ídolos a
los que adoramos, nos libera del pecado y la muerte, y nos acompaña hasta la
Vida en Dios. De ahí que lo llamemos nuestro Salvador y Señor.
La venida de Jesús es una buena noticia porque viene a ayudarnos a salir del mal que encontramos en la sociedad y en nuestro interior: La esperanza cristiana fundada en el evangelio nos dice que Jesús viene a darnos vida; pero es decisivo que cada cual quiera recibirlo. Jesús llama a nuestra puerta en muchas ocasiones, pero cuántas veces damos el portazo para que no entre.
Cuando
hoy Jesús termina el evangelio diciendo “Estad también vosotros preparados,
porque a la hora que menos penséis vendrá el Hijo del hombre” no es una amenaza
sino una invitación a decidirse por Él, que nos ofrece la salvación de Dios y
espera que le digamos “sí”.
El evangelio de hoy es parte del llamado discurso
escatológico de Jesús, quien con estas palabras nos invita a mirar el futuro
más lejano, el futuro del fin de este mundo tal y como lo tenemos montado, para
dar cumplimiento definitivo a lo que Jesús llama el “Reino de Dios”.
Las palabras sorprendentes de Jesús “no quedará
piedra sobre piedra que no sea destruida” en referencia al Templo, muestra la caducidad
de toda grandeza aparente, aunque sea el orgullo de todo un pueblo como era el
Templo para los judíos, lo que representó
el derrumbamiento de una forma de entender la religión y la vida.
Jesús cita una serie de hechos que nos recuerda la debilidad de nuestra condición humana, como son las guerras, hambrunas, pandemias, y todo tipo de cataclismos. Hoy hablamos del cambio climático, como estos días en la “Cumbre del Clima” en Egipto. El cambio climático nos dice que estamos cavando nuestra propia fosa por falta de responsabilidad ecológica en la conservación de la naturaleza, dando lugar a fenómenos destructores y que serán más y mayores en el futuro, si no ponemos voluntad y acciones efectivas que lo remedien.
Jesús dice también: “Os perseguirán, entregándoos a las sinagogas y a la cárcel”. Ser fieles al Evangelio no es cosa fácil. Como tampoco lo fue para los primeros discípulos, a muchos de los cuales mataron como al mismo Jesús. Toda la tradición evangélica es unánime en afirmar que, la fidelidad a Jesús y al Evangelio, trae consigo a veces, la persecución y las dificultades.
La intención de Jesús en el Evangelio de este
domingo no es que vivamos sobrecogidos por el miedo, sino que nos invita a una
actitud fundamental: la perseverancia.
Perseverar es volver al Evangelio constantemente, es encender nuestra
esperanza en una relación personal con Jesús Resucitado presente entre nosotros
en su Palabra, en la Eucaristía, en nuestra propia historia de cada día, en los
pobres y necesitados como son los enfermos, ancianos, los inmigrantes que
buscan mejor vida.
En este domingo celebramos la VI Jornada Mundial de los Pobres, con un lema: “Jesucristo se hizo pobre por nosotros”. El papa Francisco en el mensaje con motivo de este día nos pide reflexionar sobre nuestro estilo de vida, sobre tantas pobrezas en nuestro mundo. Se pregunta y nos pregunta: ¿Cómo dar una respuesta adecuada que proporcione alivio y paz a tantas personas que viven en la incertidumbre y precariedad?
Nos propone que una respuesta puede ser la de “compartir”
un poco de lo que tenemos con aquellos que no tienen nada. También, de no limitarnos
a una ayuda asistencialista, ni a políticas que mantienen una pobreza
crónica con el peligro de crear una dependencia permanente, prolongando una
injusta redistribución de los recursos.
En Jesús tenemos el modelo de quien movido por amor gratuito
no se cierra a nadie y va al encuentro de todos, especialmente de los marginados
y privados de lo necesario.
La
escena del evangelio de hoy se desarrolla en Jerusalén, a pocos días de la
pasión y muerte de Jesús, quien en el templo enseñaba a sus discípulos y a una
multitud que le escucha. Jesús es admirado por muchos, sus discípulos y otros. Pero también tiene sus críticos que le
hacen la oposición y buscan la forma de desacreditarlo ante el pueblo. Entre
sus enemigos están los saduceos que le interrogan buscando alguna contradicción para tener de qué acusarlo y condenarlo.
Entre
los judíos regía la “ley de levirato”, según la cual cuando una mujer quedaba
viuda, el hermano del marido podía tomarla por esposa para asegurar
descendencia, y también para evitar el que la mujer cayera en la
situación de pobreza y desamparo.
Es lo que nos presenta el evangelio de hoy: los saduceos, que no creían en la resurrección de los muertos, acuden a Jesús con una pregunta trampa: le presentan una cuestión retorcida que parece una broma de mal gusto: el caso de una mujer que, se ha casado sucesivamente con siete hermanos por el hecho de haber muerto unos tras otros sin dejar descendencia, haciendo la pregunta: ¿De quién de ellos será mujer en la resurrección de los muertos?
Jesús no responde directamente a la pregunta que le hacen, sino que responde afirmando que parten de un falso planteamiento, porque la vida futura no es simple continuidad de la vida presente; y a continuación les asegura la realidad de la resurrección, poniendo de relieve dos aspectos: por un lado, que la vida de los resucitados es una vida transfigurada por Dios (son hijos de Dios) y vivirán en presencia de Dios “como ángeles”, es decir, que están en el ámbito de Dios. Ese modo de vida, más allá de esta vida terrena y después de la muerte es inimaginable para nosotros todavía terrenos. No hay continuidad física sino personal. Se trata de una vida nueva dada por Dios, donde ya no existe la muerte, y donde no se casarán, y donde las relaciones humanas serán unas relaciones nuevas, fundamentadas en el amor. Como en la vida de la resurrección no se casarán como en el mundo terreno, carece de sentido la pregunta de los saduceos, porque en el cielo, o vida en Dios, ni los hombres serán dueños de las mujeres, ni las mujeres serán siervas de los hombres.
Dios que es Vida ha creado la vida humana y nos la ofrece como regalo, fruto de su amor hacia toda persona que viene al mundo. Lo que Dios ama no puede terminar, porque el amor de Dios es para siempre. El Dios que nos revela Jesucristo es Fuente de vida; Dios que crea la vida, la sostiene y la lleva a plenitud. Por eso, donde ponemos vida allí está Dios, cuando hacemos el bien estamos dando vida y allí está Dios.
Muy frecuentemente, ante el misterio de la muerte, nos podemos preguntar: ¿es posible que todo acabe en la nada? Nosotros los que creemos en Jesucristo nos fiamos de su promesa: “Yo soy la resurrección y la vida: el que cree mí, aunque haya muerto vivirá; y el que está vivo y cree en mí, no morirá eternamente”.
El evangelio nos sitúa a Jesús en Jericó, ciudad de Palestina a unos 45 kms de
Jerusalén, a donde se dirigía con sus
discípulos. En Jericó, Jesús hizo un
gran milagro: la conversión de un
pecador. Se trata de Zaqueo, jefe de publicanos y rico, todo un personaje en la
ciudad, pero por otra parte,
despreciado por sus hermanos de raza, ya
que lo consideraban un traidor y hombre impuro, porque ejercía el trabajo de
recaudar los impuestos a favor de los
romanos que ocupaban el país.
Sin embargo, a pesar de todo eso, el evangelio presenta a Zaqueo como un hombre que busca y quiere conocer a Jesús, del que ha oído hablar. Jesús se fijó en Zaqueo y le ofrece su amistad: “Zaqueo, date prisa y baja, que hoy necesito quedarme en tu casa”, dijo Jesús. Y Jesús celebró la salvación de aquel hombre, pese a las críticas de la gente, diciendo: “También este es hijo de Abrahán”.
Aquel hombre, despreciable y pecador, se topó con Jesús reconociendo la falsedad de su vida, fundamentada sobre la injusticia y el dinero, y descubriendo el camino de la solidaridad y la justicia, especialmente con los pobres, que era la mayoría de la sociedad de aquel tiempo.
Y nosotros, ¿tenemos ganas de encontrarnos con Jesús? ¿Qué hacemos para ello? Los cristianos tenemos el peligro de ser bautizados por tradición familiar, y casi nada más. Y en consecuencia, ni se conoce a Jesús, ni estamos convencidos ni convertidos, lo contrario que Zaqueo. No tenemos más que ver cómo muchos padres bautizan a sus hijos y se olvidan hasta el tiempo de la primera comunión, pensando más en una fiesta familiar.
Como decía la 1ª lectura, en la Misa, Jesús por medio de su Palabra, el evangelio, nos forma, corrige, reprende, para que nos apartemos del mal, y nos mantengamos unidos a él, quien sostiene nuestra vida y orienta para llegar a la meta definitiva, como dijo Jesús: “Yo soy el camino, la verdad y la vida. Nadie va al Padre sino por mí”.
El día del DOMUND que celebramos hoy tiene como objetivo que tengamos una mirada abierta más allá de nuestras casas y fronteras, que no seamos islas, y esto por deseo de Jesús. Así nos lo pide Jesús, quien al hacerse ver por los discípulos después de la resurrección les dijo: “Así está escrito: el Mesías padecerá, resucitará de entre los muertos al tercer día y en su nombre se predicará la conversión para perdón de los pecados a todos los pueblos comenzando por Jerusalén. Vosotros seréis testigos de esto”. Así, el lema del Domund-2022 es: “Vosotros seréis mis testigos”.
El lema “seréis mis testigos” significa e implica que hay que empezar por ser testigos de Jesús en nuestra propia familia, en nuestro barrio, en nuestra parroquia, allí donde se realiza nuestra vida, trabajo, estudio, relaciones sociales. Ser testigos de Jesús quiere decir que se note que somos cristianos: que nuestra mentalidad esté moldeada por el Evangelio. Por tanto, lo primero es la coherencia de vida. Pero también nuestra palabra debe acompañar, como dijo el apóstol Pedro a los cristianos en tiempo de persecución: ”Estad siempre dispuestos a dar razón de vuestra fe a quien lo pida, pero hacedlo con delicadeza y respeto...” (1 Pe 3,15-16).
En una familia cristiana se debe anunciar a Jesús con la vida y también con la palabra: enseñar a los hijos las cosas elementales de la fe, familiarizarlos con Jesús, enseñarles las primeras oraciones, la participación en la misa dominical, celebrando así la resurrección del Señor, razón de nuestra fe y garantía de nuestro futuro en Dios, darle gracias a Dios por todos los bienes que recibimos, y sentirnos unidos a todos los demás cristiana, nuestra familia cristiana.
Dentro de la parroquia todos debemos “ser testigos del Señor”, pero hay algunos cristianos-as, los catequistas, que tienen la misión de ser testigos de Jesús ante niños y jóvenes a los que inician en la fe. Los catequistas son enviados por la Iglesia para transmitir la Buena Nueva en nombre de Jesús por mediación de la Iglesia. Y lo mismo podemos decir de otros servicios para el bien de la comunidad: el coro parroquial, Cáritas, pastoral de la salud, liturgia, y otros trabajos materiales que se hacen en la parroquia y templo.
Pero el día del Domund nos invita dirigir la mirada más allá de nuestras fronteras, nos hace mirar a otros pueblos de la tierra, donde Jesús todavía no es conocido. Nos hace pensar en los misioneros: sacerdotes, religiosos-as y laicos, que la Iglesia envía a países lejanos para ser testigos de Jesús anunciándolo con palabras y obras.
Esto nos debe comprometer a interesarnos por conocer las misiones y rezar por los misioneros, y orar especialmente para que haya cristianos–as que respondan a Jesús ofreciéndose como misioneros.
Y también nos invita a sostener la misión y a los misioneros con nuestra oración y también con nuestra cooperación económica. Recordemos que nuestra generosidad es otra forma de ser testigos y que nuestra aportación colabora de forma eficaz para que el Evangelio sea predicado "hasta los confines de la tierra".
Escuchando las lecturas de este domingo, enseguida percibimos que el tema de la oración es la nota dominante. Jesús, con la parábola que nos ha propuesto nos dice que, si un juez corrupto fue capaz de escuchar y administrar justicia a una pobre viuda que insistentemente le pedía justicia, ¿cómo podemos dudar de que Dios escuche nuestros gritos de angustia si lo hacemos orando con confianza?
La oración a la que se refiere Jesús consiste en mantenerse en constante diálogo con el Señor: que Él sea nuestro criterio, nuestro apoyo y nuestra referencia para poder valorar la realidad, los acontecimientos, las personas. Y discernir así nuestros pensamientos, sentimientos, reacciones, proyectos y opciones posibles. Esto significa e implica que Dios nos habla a través de nuestra vida diaria y de lo que va ocurriendo también a otros, y también desde su Palabra o evangelio.
Este
orar siempre se realiza también en la oración comunitaria, como hacemos cada
domingo participando en la celebración de la Eucaristía, donde ponemos en
práctica el deseo de Jesús: “Haced esto en memoria mía”, y donde nos asegura
que está con nosotros todos los días. Esto se realiza de manera sublime en la
Eucaristía, “centro y culmen de la vida
cristiana”.
Por
la plegaria sabemos que Dios está con nosotros. Leamos y meditemos el Evangelio
en el que Jesús no señala el camino a seguir.
Jesús pone de relieve la fe-confianza que ha manifestado uno de los leprosos, precisamente un samaritano. Y curando al samaritano, Jesús está indicando que la salvación de Dios incluye también a los extranjeros; Jesús, que era judío, es crítico y cuestiona la idea que los judíos tenían de una relación con Dios exclusiva y excluyente: pensaban que como ellos eran el pueblo elegido, la salvación de Dios era para ellos y no para los demás.
Este evangelio podemos aplicarlo a nuestra vida personal, identificándonos con los diez leprosos, no porque seamos leprosos físicos, sino porque tenemos actitudes y pecados que nos hacen impuros ante Dios y que lesionan la convivencia entre nosotros, creando divisiones, enfrentamientos, faltas de confianza, dando lugar a una humanidad pecadora, como bien podemos apreciar si hacemos un recorrido por nuestro mundo y ambientes por donde nos movemos. Reconocer nuestras actitudes y pecados hace que tomemos conciencia de nuestra pobreza ante Dios, como aquellos leprosos que gritan ante Jesús: “Señor, apiádate de nosotros”. Cuando reconocemos nuestra situación de debilidad y pecado, entonces hacemos posible la acción curativa y gratuita de Dios sobre nosotros, como hizo Jesús con aquellos leprosos. Recordemos lo que decimos al inicio de la Misa por tres veces: “Señor, ten piedad, Cristo ten piedad, Señor ten piedad”. Siempre comenzamos la Eucaristía reconociendo la necesidad de ser acogidos, perdonados y amados por aquel que siempre permanece fiel, Jesucristo, como nos ha dicho san Pablo (2ª lectura): “Si somos infieles, él permanece fiel, porque no puede negarse a sí mismo”.
Del mismo modo, que podemos vernos reflejados en los diez leprosos, más debemos identificarnos con el samaritano que se vuelve para dar gracias a Jesús y glorifica a Dios porque se siente no sólo curado de la enfermedad, sino salvado y querido por Dios. Cada uno podemos pensar en los motivos personales que tenemos para dar gracias a Dios: por el don de la vida, por nuestra familia, por haber conocido a Jesucristo y ser cristianos. Cada uno puede pensar en muchas circunstancias por las que dar gracias. Esto es lo que hacemos cada semana, cuando venimos a celebrar la Eucaristía: que es encuentro con Jesucristo resucitado, realmente presente en el Sacramento, que nos alimenta con su Palabra y con el Pan consagrado, que es su persona, y es encuentro con la familia de Jesús, la Iglesia, reunida en la celebración eucarística.
Cuando leemos las parábolas de Jesús, no las debemos entender de manera literal, sino que se trata de descubrir el significado profundo de la imagen o parábola con la que nos habla. Así, la imagen de la morera, tomada al pie de la letra es un absurdo, porque con esta forma exagerada de hablar, lo que nos está diciendo el evangelio es que la fuerza de Dios está ya en cada uno de nosotros. La alusión a la morera del evangelio hay que entenderla en el sentido metafórico como cuando decimos “la fe mueve montañas”. La fe auténtica nos pone en movimiento y nos permite realizar cosas que, de otra manera, son imposibles.
La fe es una actitud personal fundamental que da consistencia a la propia vida. Es un regalo de Dios que recibimos por mediación de la Iglesia y que va creciendo, ayudados por la Palabra de Dios, la práctica de los Sacramentos y la vivencia de la misma en nuestro quehacer diario.
Con frecuencia pedimos a Dios que nos libre de las limitaciones propias de nuestra condición de seres creados. Y sin embargo, la fe nos debe llevar a descubrir y vivir que Dios se nos ha entregado totalmente en la creación y, por tanto, estamos llamados a colaborar en dicha creación, respetando la naturaleza y no destruyéndola, cuidar la “casa común” como la llama el papa Francisco; estar por la vida y no por la muerte; estar por el amor y no por el odio, por la unidad y no por la división.
En este principio de curso podemos hacer nuestras las palabras de san Pablo a su discípulo Timoteo (2ª lect.): “Ten por modelo las palabras sanas que has oído de mí en la fe y en el amor, que tiene su fundamento en Cristo Jesús”. Esta recomendación de san Pablo se hace extensiva a todos y especialmente los padres para procurar reavivar la fe de los hijos y de la familia, pues la fe es el tesoro que Dios ha confiado a la Iglesia y a la familia, que es “Iglesia doméstica”.
Hay expresiones y conceptos con los que estamos familiarizados, porque están al orden del día en nuestra vida social, política y financiera, y son noticia diaria en la prensa: así por ejemplo: corrupción, malversación de fondos, prevaricación, EREs. Detrás de todas estas expresiones hay dinero que se ha desviado del objetivo previsto, y por tanto dinero robado, que ha perjudicado a unos, porque se ha despilfarrado o ha ido a parar injustamente al bolsillo de otros.
Jesús nos pone en guardia acerca de nuestra relación con el dinero y bienes materiales, porque según el uso que hagamos de los mismos, pueden ser un inconveniente para ser discípulos suyos.
En la encíclica “Laudato sí”, el papa Francisco afirma: “No somos Dios. La tierra nos precede y nos ha sido dada”, y en consecuencia, nos invita a hacer el esfuerzo de valorar la “casa común”, así llama a la tierra, puesto que es un don que hemos recibido de Dios, no para disfrute de unos pocos, sino como regalo para todos.
Jesús no lo presenta como modelo a seguir, sino que el mensaje de Jesús es: si existen personas que ponen todo su esfuerzo en conseguir beneficios materiales, beneficios que son engañosos, cuánto más nosotros, sus discípulos, tenemos motivos en poner todo nuestro esfuerzo en obtener los beneficios verdaderos y que duran eternamente.
Lo que más importa a una persona se refleja en las decisiones que toma en la vida de cada día. Con frecuencia tenemos que decidir entre el amor y el egoísmo, entre lo que es justo y lo que no lo es tanto, y todo esto también en la vida de familia, en la vida social y laboral.
Jesús conocía
bien la posibilidad de atracción del poder del dinero, por eso advierte: “No podéis
servir a Dios y al dinero”. Y también en otra parte dice: “Qué difícil va a ser
para los que tienen riquezas entrar en el Reino de los cielos”.