LECTURAS
- Éxodo 16,2-4.12-15
- Salmo responsorial 33,2-3.4-5.5-7.8-9
- Efesios 4,17,20-24
- Juan 6,24-35
El ser humano, desde tiempos
inmemoriales, se ha topado con el gran misterio de la muerte, y de ahí que
generaciones y generaciones de hombres y mujeres se pregunten: ¿Hay algo
después de esta vida? ¿Es la muerte el final de la existencia humana?
Jesús ha dado respuesta clara a estas
preguntas: él se hizo hombre como nosotros, hizo su camino en la historia, murió
en la Cruz, murió como todo ser humano, pero resucitó, Con todo esto nos enseña
que ni el dolor, ni la injusticia, ni la muerte son el final, sino que la
última palabra la tienen siempre la alegría y la luz de la vida eterna. Así, vemos cómo Jesús, partiendo de la
metáfora del pan material que comieron los judíos, les habla del alimento que
da vida en plenitud: “el que cree en mí tendrá vida eterna, y yo le resucitaré
en el último día”. De este modo, Jesús
anuncia que Dios nos ha puesto en la existencia para que participemos de su
propia vida, que es la plenitud.
Al hablar de “vida eterna”, dicha expresión
nos puede resultar abstracta, y no saber por dónde cogerla, sobre todo, porque
nadie de nosotros tenemos experiencia de haber gustado esa manera definitiva de
estar con Dios. Creer en la vida eterna es creer que
somos peregrinos en un mundo que pasa, y creer también que nuestra patria definitiva
es el cielo. Sin embargo, esto no implica que los cristianos tengamos que desentendernos
de nuestro mundo. Todo lo contrario, creer en la vida eterna nos obliga a tener
los pies en el suelo, a trabajar por un mundo más justo y solidario, a no
olvidar nunca a los más desfavorecidos, porque Jesús nos enseña que solo hay un
camino para llegar a la vida eterna: vivir en nuestro mundo amando a los demás
tal y como él nos amó. “Lo que hagáis a uno
de estos pequeños, mis hermanos, a mí me lo hacéis”, dijo Jesús.
Y la Eucaristía que celebramos cada
domingo es el alimento para el tiempo de nuestro caminar. Nos enseña a
entregarnos a los otros como Cristo se entregó por nosotros, nos ayuda a ser
solidarios con quienes más sufren. En la Eucaristía nos unimos a Dios, que
es el Dios del amor.
LECTIO DIVINA DE LA PARROQUIA DE SAN ISIDRO DE ALMANSA
El ser humano, desde tiempos
inmemoriales, se ha topado con el gran misterio de la muerte, y de ahí que
generaciones y generaciones de hombres y mujeres se pregunten: ¿Hay algo
después de esta vida? ¿Es la muerte el final de la existencia humana?
Jesús ha dado respuesta clara a estas preguntas: él se hizo hombre como nosotros, hizo su camino en la historia, murió en la Cruz, murió como todo ser humano, pero resucitó, Con todo esto nos enseña que ni el dolor, ni la injusticia, ni la muerte son el final, sino que la última palabra la tienen siempre la alegría y la luz de la vida eterna. Así, vemos cómo Jesús, partiendo de la metáfora del pan material que comieron los judíos, les habla del alimento que da vida en plenitud: “el que cree en mí tendrá vida eterna, y yo le resucitaré en el último día”. De este modo, Jesús anuncia que Dios nos ha puesto en la existencia para que participemos de su propia vida, que es la plenitud.
Y la Eucaristía que celebramos cada domingo es el alimento para el tiempo de nuestro caminar. Nos enseña a entregarnos a los otros como Cristo se entregó por nosotros, nos ayuda a ser solidarios con quienes más sufren. En la Eucaristía nos unimos a Dios, que es el Dios del amor.