LECTURAS
- Job 38, 8-11
- Salmo responsorial 106, 23-24.25-26.28-29.30-31
- 2 Corintios 5, 14-117
- Marcos 4, 35-41
Leemos en el
Evangelio que los discípulos, aun siendo algunos de ellos pescadores experimentados,
sin embargo, sienten pánico ante aquella tormenta en el lago de Galilea; se ven
perdidos, y acuden a Jesús que duerme plácidamente en el cabezal del barco, y
lo llaman sobresaltados: “Maestro, ¿no te importa que perezcamos?
Y Jesús después
de calmar el viento y las olas del mar, les dijo: “Por qué tenéis miedo? ¿Aún
no tenéis fe?
Seguro que,
si miramos nuestra vida, también hemos experimentado tormentas, y nos sentimos
zarandeados por problemas que alteran nuestra vida personal, familiar, social y
eclesial, por lo que hemos tenido que remar contra corriente, sintiendo a veces
que todo se nos va a pique.
Incluso podemos
pensar que Jesús duerme o que nos ha abandonado, y es entonces cuando “nos
acordamos de santa Bárbara cuando truena”, y rezamos a Dios, a la Virgen, o al
Santo de nuestra devoción, pidiendo: “Señor, ¡sácame de este problema!”, o
“dame suerte en este trance o prueba”. Lo mismo que en
el pasaje de la tempestad calmada, Jesús también hoy calma nuestras tormentas y
apacigua nuestros miedos como frenó el viento y el oleaje en el mar de Galilea.
Como aquellos
primeros discípulos, también nosotros tenemos una fe débil. No confiamos en
Jesucristo todo lo que debiéramos.
Si nos fijamos,
en la celebración de la Misa estamos continuamente dirigiéndonos a Dios por
Jesucristo, al que no lo vemos físicamente, pero que está con nosotros, en su
condición de resucitado, como nos ha prometido. En la oración
primera hemos pedido a Dios que nos dé fuerza para vivir nuestra condición de
cristianos en el amor que él nos tiene; en el Credo, manifestamos nuestra fe en
Dios y en la Iglesia, confesamos nuestra esperanza en la vida junto a Dios; tras
la consagración proclamamos nuestra fe y esperanza, y en el Padrenuestro, además
de reconocer a Dios como lo que es, pedimos que nos dé lo necesario para vivir,
que nos conceda el perdón y la paz, y que nos libre del mal; cuando recibimos la
Comunión, decimos “Amén”, que es un modo de expresar nuestra fe en Cristo
resucitado, al que recibimos bajo el signo del pan consagrado.
Leemos en el
Evangelio que los discípulos, aun siendo algunos de ellos pescadores experimentados,
sin embargo, sienten pánico ante aquella tormenta en el lago de Galilea; se ven
perdidos, y acuden a Jesús que duerme plácidamente en el cabezal del barco, y
lo llaman sobresaltados: “Maestro, ¿no te importa que perezcamos?
Y Jesús después
de calmar el viento y las olas del mar, les dijo: “Por qué tenéis miedo? ¿Aún
no tenéis fe?
Incluso podemos pensar que Jesús duerme o que nos ha abandonado, y es entonces cuando “nos acordamos de santa Bárbara cuando truena”, y rezamos a Dios, a la Virgen, o al Santo de nuestra devoción, pidiendo: “Señor, ¡sácame de este problema!”, o “dame suerte en este trance o prueba”. Lo mismo que en el pasaje de la tempestad calmada, Jesús también hoy calma nuestras tormentas y apacigua nuestros miedos como frenó el viento y el oleaje en el mar de Galilea.
Como aquellos primeros discípulos, también nosotros tenemos una fe débil. No confiamos en Jesucristo todo lo que debiéramos.
Si nos fijamos, en la celebración de la Misa estamos continuamente dirigiéndonos a Dios por Jesucristo, al que no lo vemos físicamente, pero que está con nosotros, en su condición de resucitado, como nos ha prometido. En la oración primera hemos pedido a Dios que nos dé fuerza para vivir nuestra condición de cristianos en el amor que él nos tiene; en el Credo, manifestamos nuestra fe en Dios y en la Iglesia, confesamos nuestra esperanza en la vida junto a Dios; tras la consagración proclamamos nuestra fe y esperanza, y en el Padrenuestro, además de reconocer a Dios como lo que es, pedimos que nos dé lo necesario para vivir, que nos conceda el perdón y la paz, y que nos libre del mal; cuando recibimos la Comunión, decimos “Amén”, que es un modo de expresar nuestra fe en Cristo resucitado, al que recibimos bajo el signo del pan consagrado.