LECTURAS
- Éxodo 24, 3-8
- Salmo responsorial
- Hebreos 9, 11-15
- Marcos 14, 12-16.22-26
La solemnidad
del Corpus Christi tiene por finalidad resaltar la presencia de Jesucristo en
el pan y vino consagrados, es decir, en la Eucaristía. De algún modo, podríamos
decir que esta celebración es un eco de la misa de la Cena del Señor del Jueves
Santo. En el Triduo Pascual vivimos de modo concentrado la institución de la Eucaristía,
la pasión, muerte y resurrección del Señor Jesús. En aquellos días pasamos de
un acontecimiento a otro con tanta rapidez, que casi no da tiempo para vivirlos
con cierto sosiego interior. Así en este día del Corpus, revivimos la
institución de la Eucaristía, fiesta que se remonta al siglo XIII, un tiempo en
que algunos teólogos negaban la presencia de Cristo en la eucaristía. Ahora, 8
siglos después, no ha cambiado mucho el contexto: nuestra sociedad, descristianizada, se muestra indiferente ante
un Dios que ha querido permanecer como alimento para reponer nuestras fuerzas
espirituales en el camino de la vida.
El Evangelio
de hoy está marcado por el gesto de Jesús en la última Cena, quien, tomando pan,
lo bendijo, lo partió y lo dio a sus discípulos, diciendo: “Tomad, esto es mi
cuerpo”. Esta sencilla expresión tiene un significado claro: en la concepción
judía del ser humano, el cuerpo indica toda la persona. Por ello, al decir
Jesús: “Tomad esto es mi cuerpo" es como si dijera: “este pan que llevo en
mis manos es mi propia persona, mi forma de vivir, y mi forma de morir por
defender la dignidad de todos, poniéndome al lado de los pobres, de los
enfermos, de los pecadores y los tirados en los márgenes del camino. Por tanto, el
gesto de Jesús con el pan y el vino recoge todo lo que él ha hecho, rompiéndose,
desgastándose, entregándose a los demás en el día a día, compartiendo con la
gente su pan, su tiempo, su amistad, su fe en el Reino del Padre.
Cada celebración de la Eucaristía
hace presente, sacramentalmente, a Cristo resucitado, el cual nos pide seguir
sus pasos, lo que exige abandonar la codicia y ambición del poder, nos pide que
sentemos en nuestra mesa a todos, y especialmente a los excluidos a causa del
hambre que atormenta a millones de seres humanos, que trabajemos contra el
drama de la pobreza, que tratemos de acabar con la angustia del paro, que
acojamos a los inmigrantes, y que acabemos con toda exclusión social.
Sabemos que no tenemos la solución a la
pobreza, pero sí nos dejamos alimentar espiritualmente por la Eucaristía, no
podemos quedar impasibles ante tantas personas que llaman y necesitan ayuda que
les permita vivir un poco mejor.
La solemnidad del Corpus Christi tiene por finalidad resaltar la presencia de Jesucristo en el pan y vino consagrados, es decir, en la Eucaristía. De algún modo, podríamos decir que esta celebración es un eco de la misa de la Cena del Señor del Jueves Santo. En el Triduo Pascual vivimos de modo concentrado la institución de la Eucaristía, la pasión, muerte y resurrección del Señor Jesús. En aquellos días pasamos de un acontecimiento a otro con tanta rapidez, que casi no da tiempo para vivirlos con cierto sosiego interior. Así en este día del Corpus, revivimos la institución de la Eucaristía, fiesta que se remonta al siglo XIII, un tiempo en que algunos teólogos negaban la presencia de Cristo en la eucaristía. Ahora, 8 siglos después, no ha cambiado mucho el contexto: nuestra sociedad, descristianizada, se muestra indiferente ante un Dios que ha querido permanecer como alimento para reponer nuestras fuerzas espirituales en el camino de la vida.
El Evangelio de hoy está marcado por el gesto de Jesús en la última Cena, quien, tomando pan, lo bendijo, lo partió y lo dio a sus discípulos, diciendo: “Tomad, esto es mi cuerpo”. Esta sencilla expresión tiene un significado claro: en la concepción judía del ser humano, el cuerpo indica toda la persona. Por ello, al decir Jesús: “Tomad esto es mi cuerpo" es como si dijera: “este pan que llevo en mis manos es mi propia persona, mi forma de vivir, y mi forma de morir por defender la dignidad de todos, poniéndome al lado de los pobres, de los enfermos, de los pecadores y los tirados en los márgenes del camino. Por tanto, el gesto de Jesús con el pan y el vino recoge todo lo que él ha hecho, rompiéndose, desgastándose, entregándose a los demás en el día a día, compartiendo con la gente su pan, su tiempo, su amistad, su fe en el Reino del Padre.
Cada celebración de la Eucaristía hace presente, sacramentalmente, a Cristo resucitado, el cual nos pide seguir sus pasos, lo que exige abandonar la codicia y ambición del poder, nos pide que sentemos en nuestra mesa a todos, y especialmente a los excluidos a causa del hambre que atormenta a millones de seres humanos, que trabajemos contra el drama de la pobreza, que tratemos de acabar con la angustia del paro, que acojamos a los inmigrantes, y que acabemos con toda exclusión social.
Sabemos que no tenemos la solución a la pobreza, pero sí nos dejamos alimentar espiritualmente por la Eucaristía, no podemos quedar impasibles ante tantas personas que llaman y necesitan ayuda que les permita vivir un poco mejor.