LECTURAS
- Isaías 40,1-5.9-11
- Salmo responsorial 71,1-2.3-4ab.7-8
- Tito 2, 11-14; 3,4-7
- Lucas 3,15-16.21-22
El
bautismo de Juan era solo una expresión de conversión, que preparaba a cambiar de vida para disponerse a recibir el Reino de
Dios. Jesús no necesitaba tal bautismo,
pero se pone en la cola de los pecadores y se identifica con todos aquellos que se quieren convertir.
Pero, al bautizarse Jesús, sucede un hecho en el que se manifiesta quién es Jesús, como atestigua la imagen del Espíritu Santo que desciende en forma de paloma, y la voz del cielo que afirma: “Tú eres mi Hijo, el amado; en ti me complazco”. Por tanto, dos aspectos a resaltar: que Jesús es el Mesías, enviado del Padre con la fuerza del Espíritu Santo para la misión de salvar a la humanidad; y al mismo tiempo, Jesús es el Hijo amado del Padre, el rostro visible de Dios, que se manifiesta a hombres y mujeres con sus obras y palabras.
El bautismo cristiano, instituido por Jesús, es un sacramento que tiene su origen en la muerte y resurrección de Cristo, como afirma el mismo Jesús, tras su resurrección: “Todo poder me ha sido dado en el cielo y en la tierra: Id, pues y haced discípulos a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándoles todo lo que yo os he mandado”.
El bautismo nos incorpora a Cristo, muerto y resucitado, nos perdona los pecados reconciliándonos con Dios, y nos hace hijo por adopción gracias a Jesucristo, el Hijo amado del Padre. Así, cada cristiano, al recibir el bautismo, recibimos la misión de reproducir en nosotros lo que hemos recibido y aprendido de Jesús. Lo primero y más importante es que Dios es nuestra Padre, que nos ama por encima de todo. Por eso Jesús nos dice: “por los frutos se conocerá quienes son mis discípulos, si os amáis unos a otros como yo os he amado”.
La
Fiesta de hoy, nos invita a tomar conciencia de nuestro propio bautismo, lo que
significa sabernos amados de Dios y vivir como bautizados, repitiendo en
nuestra vida los sentimientos de Cristo, que consiste, sobre todo, en amar a Dios y al prójimo.