LECTURAS
- Sabiduría 11,22-12,2
- Salmo responsorial
- 2 Tesalonicenses 1,11-2,2
- Lucas 19,1-10
El evangelio nos sitúa a Jesús en Jericó, ciudad de Palestina a unos 45 kms de
Jerusalén, a donde se dirigía con sus
discípulos. En Jericó, Jesús hizo un
gran milagro: la conversión de un
pecador. Se trata de Zaqueo, jefe de publicanos y rico, todo un personaje en la
ciudad, pero por otra parte,
despreciado por sus hermanos de raza, ya
que lo consideraban un traidor y hombre impuro, porque ejercía el trabajo de
recaudar los impuestos a favor de los
romanos que ocupaban el país.
Sin
embargo, a pesar de todo eso, el evangelio presenta a Zaqueo como un hombre que
busca y quiere conocer a Jesús, del que ha oído hablar. Jesús se fijó en Zaqueo y le ofrece su amistad:
“Zaqueo, date prisa y baja, que hoy necesito quedarme en tu casa”, dijo
Jesús. Y Jesús celebró la salvación de aquel hombre, pese a las críticas de la
gente, diciendo: “También este es hijo de Abrahán”.
Aquel
hombre, despreciable y pecador, se topó
con Jesús reconociendo la falsedad de su
vida, fundamentada sobre la injusticia y
el dinero, y descubriendo el camino de
la solidaridad y la justicia, especialmente con los pobres, que era la mayoría
de la sociedad de aquel tiempo.
Y
nosotros, ¿tenemos ganas de encontrarnos con Jesús? ¿Qué hacemos para
ello? Los
cristianos tenemos el peligro de ser bautizados por tradición familiar, y casi nada más. Y en consecuencia, ni se
conoce a Jesús, ni estamos convencidos
ni convertidos, lo contrario que
Zaqueo. No tenemos más que ver cómo muchos padres
bautizan a sus hijos y se olvidan hasta el tiempo de la primera comunión, pensando más en una fiesta
familiar.
Como decía la 1ª lectura, en la Misa, Jesús por
medio de su Palabra, el evangelio, nos
forma, corrige, reprende, para que nos apartemos del mal, y nos mantengamos
unidos a él, quien sostiene nuestra vida y orienta para llegar a la meta
definitiva, como dijo Jesús: “Yo soy el camino, la verdad y la vida. Nadie va
al Padre sino por mí”.
LECTIO DIVINA DESDE LA PARROQUIA DE SAN ISIDRO DE ALMANSA
El evangelio nos sitúa a Jesús en Jericó, ciudad de Palestina a unos 45 kms de
Jerusalén, a donde se dirigía con sus
discípulos. En Jericó, Jesús hizo un
gran milagro: la conversión de un
pecador. Se trata de Zaqueo, jefe de publicanos y rico, todo un personaje en la
ciudad, pero por otra parte,
despreciado por sus hermanos de raza, ya
que lo consideraban un traidor y hombre impuro, porque ejercía el trabajo de
recaudar los impuestos a favor de los
romanos que ocupaban el país.
Sin embargo, a pesar de todo eso, el evangelio presenta a Zaqueo como un hombre que busca y quiere conocer a Jesús, del que ha oído hablar. Jesús se fijó en Zaqueo y le ofrece su amistad: “Zaqueo, date prisa y baja, que hoy necesito quedarme en tu casa”, dijo Jesús. Y Jesús celebró la salvación de aquel hombre, pese a las críticas de la gente, diciendo: “También este es hijo de Abrahán”.
Aquel hombre, despreciable y pecador, se topó con Jesús reconociendo la falsedad de su vida, fundamentada sobre la injusticia y el dinero, y descubriendo el camino de la solidaridad y la justicia, especialmente con los pobres, que era la mayoría de la sociedad de aquel tiempo.
Y nosotros, ¿tenemos ganas de encontrarnos con Jesús? ¿Qué hacemos para ello? Los cristianos tenemos el peligro de ser bautizados por tradición familiar, y casi nada más. Y en consecuencia, ni se conoce a Jesús, ni estamos convencidos ni convertidos, lo contrario que Zaqueo. No tenemos más que ver cómo muchos padres bautizan a sus hijos y se olvidan hasta el tiempo de la primera comunión, pensando más en una fiesta familiar.
Como decía la 1ª lectura, en la Misa, Jesús por medio de su Palabra, el evangelio, nos forma, corrige, reprende, para que nos apartemos del mal, y nos mantengamos unidos a él, quien sostiene nuestra vida y orienta para llegar a la meta definitiva, como dijo Jesús: “Yo soy el camino, la verdad y la vida. Nadie va al Padre sino por mí”.