LECTURAS
- Job 38,1.8-11
- Salmo responsorial 106
- 2ª Corintios 5,14-17
- Mateo 4, 35-41
La tempestad del evangelio es un símbolo de la realidad que vivimos frecuentemente los seres humano, porque nuestra vida es siempre como un remar en el mar, unas veces con viento a favor, y otras en contra, momentos de calma y travesía feliz, y también, momentos turbulentos, que siembran desconcierto y miedo. Así, por ejemplo, cuando llega una enfermedad que se no conoce más que cuando el dolor y la debilidad hacen acto de presencia, o una situación económica que cambia por completo e introduce la incertidumbre, o una situación familiar que trastoca toda una vida. Por señalar algo que nos ha afectado a la humanidad entera, ahí tenemos todavía la sombra de la COVID-19, que nos ha tenido encerrados, paralizados, llenos de miedo. El año pasado nuestras calles y lugares de trabajo fueron lugares de silencio, escuelas e iglesias cerradas; se palpaba el miedo en las conversaciones, las noticias eran la misma día tras día, y lo siguen siendo todavía hoy.
Si fuéramos coherentes y agradecidos, este hecho nos debería hacer tomar conciencia de que no podemos seguir cada uno por su lado, sino que necesitamos pensar y trabajar por el bien común. Y también, quienes somos cristianos debemos tener la convicción que Jesús va en la misma barca y en la misma travesía, y que no estamos abandonados ni alejados de la mano de Dios, como nos aseguró Jesús: “Sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el final de los tiempos".
Lo que sucede, con bastante frecuencia, es que marcamos el rumbo de nuestra vida sin contar con él, y como "pasamos" de él, nos parece que está durmiendo, como si no fuera con lo nuestro. Sólo cuando nos encontramos en graves apuros nos acordamos y gritamos llenos de miedo: "Maestro, ¿no te importa que perezcamos?" Y Jesús nos dice: "¿Por qué tenéis miedo? ¿Aún no tenéis fe?"