LECTURAS
- Ezequiel 17, 22-24
- Salmo responsorial 91
- 2 Corintios 5, 6-10
- Marcos 4, 26-34
En el evangelio de hoy Jesús nos enseña que en la “semilla” está simbolizado el Reino o proyecto de Dios sobre cada persona y sobre la humanidad. Y
como tal, es a la vez, una realidad divina que está en cada uno de nosotros como regalo de Dios, y es al mismo tiempo una
realidad humana en cuanto que se tiene que manifestar en la vida de las personas.
Como todos sabemos, para que una se milla germine y crezca necesita de unas condiciones indispensables externas a ella: necesita el concurso del labrador que debe realizar algunos trabajos como preparar la tierra, cultivarla, y otros aspectos como la humedad, temperatura, sol, aire, que dependen de la naturaleza, con lo que se nos indica que no todo depende de nosotros mismos, sino también de circunstancias concretas, de personas que nos estimulan con su forma de ser o con una ayuda directa, incluso personas que no tienen relieve social, y sin embargo, pueden ser el ángel que Dios pone en nuestra vida.
Nuestra obligación ahora es preguntarnos
si hemos descubierto el Reino de Dios y si hemos puesto las condiciones
necesarias por nuestra parte, para que pueda
producir su fruto en cada uno de nosotros. Si no se desarrolla, la culpa no será de la semilla ni de Dios, sino
nuestra. Según nos dice Jesús “la
semilla germina y va creciendo… la tierra va produciendo fruto sola: primero
los tallos, luego la espiga, después el grano”.
El Reino con su propia fuerza está en cada persona; solo espera su oportunidad, que se dará cuando nosotros aportemos las condiciones necesarias. Además, el Reino de Dios no es sólo para cuando vamos caminando por este de “valle de lágrimas”, como es nuestro mundo histórico, sino que llegará a su plenitud en la meta final, que sucederá tras pasar la fase de nuestra muerte, meta que señala San Pablo en la 2ª lectura, sobre lo que nos ha dicho: “Sabemos que, mientras sea el cuerpo nuestro domicilio, estamos desterrados lejos del Señor”. El apóstol nos enseña y recuerda que la muerte es el tránsito de esta situación terrena, que él llama “destierro”, a la situación de “estar con el Señor”, participando eternamente de su misma vida gloriosa, la vida de Dios. Hay muchos cristianos que, cuando hablan a sus difuntos, parece que no tienen clara cuál es la esperanza cristiana, y se dirigen a ellos diciendo “allá donde estés”, como si estuvieran perdidos por el espacio como lo satélites-chatarra que dan vueltas y más vueltas en el espacio hasta que se desintegran.