LECTURAS
Isaías 42, 1-4.6-7
Salmo responsorial 28, 1-4.9b-10
Hechos 10, 34-38
Lucas 3, 15-16.21-22
Hoy el gran tema del evangelio es el bautismo de Jesús, a manos de Juan Bautista, que supuso un cambio radical en su vida. El bautismo que realizaba Juan era simplemente un gesto penitencial, símbolo de conversión. No era un sacramento como nuestro bautismo cristiano, ni producía el mismo efecto.
Jesús, como uno más del gentío, se pone en la fila de los que van a ser bautizados. ¿Tiene sentido que Jesús, qué es Dios, que no tiene pecado, se deje bautizar por Juan? La única explicación está en que Jesús que no conoce pecado alguno, no es ajeno al sufrimiento de los pecadores, por eso se solidariza colocándose entre los que se saben necesitados de perdón y misericordia. El mismo Juan Bautista, una vez que pasó Jesús cerca de él y de sus discípulos, lo señaló diciendo: “Este es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo”. Jesús, durante el bautismo en el Jordán, sintió humanamente toda la presencia de Dios Padre que lo envolvía, y oía en su interior la palabra que el Padre le repetía desde siempre: “Tú eres mi Hijo, amado”; tú eres toda mi alegría.
A
partir del bautismo, Jesús comienza una etapa nueva en su vida y en su misión salvadora.
A partir de esa experiencia, Jesús cura a los enfermos, toca a los leprosos,
levanta a los paralíticos, defiende a los pobres y acoge en su mesa a los
pecadores. De forma resumida lo expresa el Apóstol Pedro en la segunda lectura:
“Pasó por el mundo haciendo el bien y curando a los oprimidos por el diablo,
porque Dios estaba con él”.
El bautismo de Jesús y las palabras “Tú
eres mi hijo amado”, remiten a nuestro propio bautismo dónde recibimos el
Espíritu Santo que nos hace hijos de Dios y nos introduce en la vida cristiana o familia de Dios.