LECTURAS
- Jeremías 31, 31-34
- Salmo responsorial 129
- Hebreos 5, 7-9
- Juan 12, 20-33
Jesús
ha declarado en el evangelio: “el que quiera servirme, que me siga, y allí donde yo esté,
estará también mi servidor; a quien me sirva, el Padre lo honrará”. Por tanto,
seguir a Jesús es compartir su suerte, dejándose conducir por el Espíritu de Dios que nos adentro en la
esfera de lo divino, obteniendo la vida en plenitud.
Seguir
a Jesús es disponibilidad para servir,
no como esclavos sino por amor, como hizo Jesús, entregando la vida, que no
significa sufrir la muerte física que él sufrió, sino que se trata de una entrega, en
el día a día, sirviendo a los demás.
Tanto
la carta a los Hebreos como el evangelio nos dicen que la condición de Hijo de
Dios no ahorró a Jesús el sufrimiento y la angustia ante la muerte que estaba cercana, porque
Jesús veía cómo iban a por él, lo que muestra que la
encarnación fue un auténtico
abajamiento, asumiendo la condición humana
hasta morir en la cruz: Jesús por fidelidad a su misión fue coherente
hasta el final y eso le llevó a la muerte por parte de quienes no lo
aceptaron, indicando Jesús en la última
Cena, el sentido que dio su muerte: su cuerpo es entregado y su sangre derramada
para el perdón de los pecados.
En
el evangelio de hoy dice Jesús. “¿Qué diré? Padre, ¿líbrame de esta hora? Pero
si para esto he venido, para esta hora”. Cuantas veces decimos nosotros:
“Señor, quítame este sufrimiento”, como Jesús dijo en Getsemaní: “Padre, si es
posible, pase de mi este cáliz. Pero no se haga como yo quiero sino como tú
quieres”. Jesús pidió ser librado de la prueba, pero optó por ser coherente a
su misión y eso era hacer la voluntad del Padre. Cristo es el hombre perfecto,
no porque no haya tenido miedo y angustia,
que sí los tuvo, sino porque obedeció a Dios hasta el final.
Jesús
es ejemplo de cómo proceder como discípulos suyos, eso nos lo enseñó y decimos en el Padrenuestro: “Hágase tu
voluntad en la tierra como en el cielo”.