LECTURAS
- 2 Crónicas 36,14-16.19-23
- Salmo responsorial 136
- Efesios 2, 4-10
- Juan 3,14-21
La salvación de Dios es llegar a tener Vida en plenitud, que Dios nos da gratuitamente, sin mérito alguno por nuestra
parte; pero de cada persona depende acogerlo
o no; por tanto, no cabe ser indiferentes: o se acoge o se rechaza.
Acoger es tener fe, rechazar es no tener fe.
La
salvación es siempre algo positivo porque no es otra cosa que desarrollar al máximo todas las posibilidades que
Dios ha puesto en cada persona desde que
venimos a la existencia. Por tanto, la salvación depende de Dios, que siempre
es fiel y pone todo a nuestra disposición; pero depende también de cada persona, en la medida en que vamos desarrollando
todo lo que Dios ha sembrado en nosotros. Esto lo dice san Agustín con una breve
frase: “Dios que te creó sin ti, no te salvará sin ti”. Es decir, que si no hay
salvación no es porque Dios la niegue, sino porque la persona la rechaza.
Por desgracia, los hombres y mujeres manifestamos poco interés por nuestra
salvación, y nos quedamos más
bien en las pequeñas cosas terrenas. Así,
por ejemplo, muchos cristianos tenemos
un sentido “raquítico” de la salvación, y buscamos que Dios nos libere del sufrimiento, la
enfermedad, la muerte, la injusticia, etc., como si fuera Dios quien manda los
males, y en consecuencia, quien los puede quietar, olvidando nuestra condición de seres creados, y en consecuencia, con
limitaciones, debilidades y sufridores de torpezas humanas propias o ajenas.
La salvación que Dios nos ofrece se realizará a pesar de nuestras limitaciones.
También hay cristianos que creen que Dios puede
condenar, y por ello hay quienes dicen:”
Si Dios es bueno, ¿Cómo permite que algunos se condenen?” Pensar así y pensar
que Dios puede condenar es un grave error, y
prueba que no entienden el
evangelio que hemos leído: “Tanto amó Dios al mundo que envió a su Hijo para
que todo el que cree en él no perezca sino que tenga vida eterna”.
En
la noche de Pascua, encenderemos el Ciro
Pascual, símbolo de la resurrección de Cristo, que es elevado como un faro que
destruye la oscuridad e ilumina el
mundo. Pero sólo podrá iluminar a quien lo acoge con fe.
La salvación de Dios es llegar a tener Vida en plenitud, que Dios nos da gratuitamente, sin mérito alguno por nuestra
parte; pero de cada persona depende acogerlo
o no; por tanto, no cabe ser indiferentes: o se acoge o se rechaza.
Acoger es tener fe, rechazar es no tener fe.
La salvación es siempre algo positivo porque no es otra cosa que desarrollar al máximo todas las posibilidades que Dios ha puesto en cada persona desde que venimos a la existencia. Por tanto, la salvación depende de Dios, que siempre es fiel y pone todo a nuestra disposición; pero depende también de cada persona, en la medida en que vamos desarrollando todo lo que Dios ha sembrado en nosotros. Esto lo dice san Agustín con una breve frase: “Dios que te creó sin ti, no te salvará sin ti”. Es decir, que si no hay salvación no es porque Dios la niegue, sino porque la persona la rechaza.
Por desgracia, los hombres y mujeres manifestamos poco interés por nuestra salvación, y nos quedamos más bien en las pequeñas cosas terrenas. Así, por ejemplo, muchos cristianos tenemos un sentido “raquítico” de la salvación, y buscamos que Dios nos libere del sufrimiento, la enfermedad, la muerte, la injusticia, etc., como si fuera Dios quien manda los males, y en consecuencia, quien los puede quietar, olvidando nuestra condición de seres creados, y en consecuencia, con limitaciones, debilidades y sufridores de torpezas humanas propias o ajenas. La salvación que Dios nos ofrece se realizará a pesar de nuestras limitaciones.
También hay cristianos que creen que Dios puede condenar, y por ello hay quienes dicen:” Si Dios es bueno, ¿Cómo permite que algunos se condenen?” Pensar así y pensar que Dios puede condenar es un grave error, y prueba que no entienden el evangelio que hemos leído: “Tanto amó Dios al mundo que envió a su Hijo para que todo el que cree en él no perezca sino que tenga vida eterna”.
En
la noche de Pascua, encenderemos el Ciro
Pascual, símbolo de la resurrección de Cristo, que es elevado como un faro que
destruye la oscuridad e ilumina el
mundo. Pero sólo podrá iluminar a quien lo acoge con fe.