LECTURAS
Es imposible penetrar en el interior Dios y conocerlo por nuestros propios medios. Pensadores y filósofos se han preguntado sobre Dios, y han dado respuestas a su modo. Limitarnos a decir que conocemos a Dios por nuestro propio razonamiento tiene el peligro de hablar de un Dios a nuestra medida que, ciertamente no es Dios, sino el Dios que podemos imaginar. Cuando decimos que Dios es amor, misericordioso, perdón, que nos busca para hacernos sus hijos, que nos llama a participar de su gloria, y que es Padre, Hijo y Espíritu Santo, todo esto lo decimos porque nos lo ha manifestado Jesucristo con su actuar y con sus palabras, porque Jesucristo es el rostro humano de Dios.
Dios se
acerca a nosotros por caminos y maneras a veces insospechables, y lo hace
siempre respetando nuestra libertad, porque como seres creados por él, él nos
ofrece los medios para que vayamos descubriendo cómo nos ama y nos asocia a su
vida, que es eterna. Para esto necesitamos tiempo, pero también nos hace falta
humildad, es decir, aceptar que Dios es Dios, y, por tanto, no reducirlo a
nuestras ideas, apetencias o gustos, porque si así fuera ya no sería Dios.
Dios se ha hecho
visible en la humanidad a través de Jesucristo, y nadie esperaba la forma de
hacerlo: apareció en la humildad de Belén, naciendo en una familia sencilla de
su tiempo, siendo uno más de su pueblo, enraizado en su historia y creencias.
La historia de
la Iglesia está plagada de testimonios que nos hablan de cuantas maneras los
hombres y mujeres han tenido acceso a Dios: los Apóstoles, San Pablo, y cada uno
de nosotros, con nuestra propia historia, con la ayuda de nuestra familia o de
nuestro entorno, en último término, la Iglesia, cuya misión es anunciar a Jesucristo
y encender la llama de la fe.